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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

martes, 20 de abril de 2010

Las fosas de los vivos


Casimiro está solo, solo, solo, en la soledad más hiriente que existe, la del ignorado rodeado de gente sola. Nadie lo llama, nadie pregunta por él. En la residencia le ponen el desayuno en silencio, luego lo aparcan en una silla frente a un televisor cuyo sonido estridente acaba por ignorar. Todo se convierte en un intervalo vacío entre comidas.

A menudo rememora su infancia en el pueblo, las travesuras de niño, los miedos de la guerra, las correrías de la mili, los amigos perdidos, los amores sentidos, la lucha por sacar a la progenie adelante, las rencillas y el tiempo mal empleados, las personas queridas, los sueños incumplidos.

¿Y sus hijos? ¡Ay, sí! Ellos fueron los que lo metieron aquí. Era por su bien, dijeron. Lloró los primeros días, como cuando de niño lo dejaban en casa de tío Paco en la ciudad y se sentía huérfano y abandonado. Ahora sufre calladamente pues su llanto no encuentra consuelo. “Son cosas de viejo”, comentan las asistentas.

¡No!, son cosas de hombre desechado, herido, olvidado.

Una imagen lo saca de su ensimismamiento. En la pantalla del televisor aparece un hombre hablando con vehemente convicción. Está explicando que su abuelo está enterrado en la fosa que queda a su espalda, reclama la exhumación de sus restos para recuperar su memoria. “Es precisa una reparación”, apostrofa ante la cámara.

Por un momento Casimiro siente que su corazón se agita. Sí, aunque era niño conoció la guerra y sus miserias, las revanchas de unos y otros, y la posguerra y el hambre... ¿Qué le van a contar sobre lo que es una guerra entre hermanos? Pero ahora al que han enterrado es a él; yace bajo cien toneladas de indiferencia. Es un vivo tratado como un muerto, como un objeto molesto y despreciable del que no se espera nada más que abandone este mundo. ¿Dónde están los suyos? ¿Quién reclama su memoria? Todavía es tiempo, está aquí y ahora. No pide banderas, ni loas, ni discursos, ni grandes titulares, ni monumentos, sólo un gesto amable, una visita sosegada y desinteresada.

En el televisor han pasado a hablar del desfile de moda más atrevido, de la hazaña futbolística del domingo y del último escarceo sentimental de la famosa de turno. Casimiro se repliega sobre sus pensamientos. La rebeldía ha cesado, vuelve a la espera resignada del final de sus días, cuando ya sólo sea un recuerdo y sus hijos y nietos tal vez ensalcen su memoria, una memoria que no mancha ni compromete, una memoria descarnada de alguien que yace en un nicho que no visitarán jamás.

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