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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

domingo, 30 de mayo de 2010

Reencuentro con un profesor


Nos habíamos visto alguna vez. Apenas un fugaz hola y adiós acompañado de una sonrisa. Hace un par de domingos por fin nos paramos a hablar. Habían pasado… ¡Qué horror, mejor no contar! Digamos que el tiempo transcurrido desde que fuera mi profesor en sexto de EGB, cuando yo tenía once años. Lo recuerdo como alguien mesurado; positivo; pacífico; volcado en los alumnos; ecuánime, lo cual hacía que todos nos sintiéramos “enchufados”.

Me explicó que las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Percibí un sentimiento de frustración en sus palabras. Decía que los chavales habían perdido todo interés, no respondían a ningún estímulo. Los padres, en vez de reforzar la labor del docente, se alineaban con unos hijos indolentes y consentidos; y todo ello dentro de un sistema que condenaba cualquier intento de formación al fracaso.

Me narró algo que le había sucedido en el nuevo colegio en que impartía clases desde hacía unos años. En toda su vida sólo había puesto la mano encima a un alumno en dos ocasiones. Puedo atestiguar que con su veteranía eso es un logro notable. De mi época recuerdo a más de un compañero que pedía a gritos un cachete y con este profesor siempre se libraba de él. También hay que decir que algún maestro los prodigaba de forma despótica y cruel, no todo eran hermanitas de la caridad.

La primera vez que don J.I. asestó uno se remontaba a la época en que yo mismo era un escolar. Fue con el hijo de un compañero suyo, otro profesor del colegio. En realidad lo echó de clase semiarrastras. El chaval había colmado su paciencia hasta el punto de sacarlo de sus casillas. El hecho no tuvo mayores consecuencias. El padre del chico y compañero de mi profesor con toda probabilidad habría sido más duro.

La segunda ocasión fue más reciente; ya en el nuevo colegio. Un alumno díscolo consiguió lo que ningún otro había logrado en décadas, arrancar a mi antiguo profesor un capón. Aunque acto seguido el docente se arrepintió y le pidió disculpas. Bien sabía en qué terreno se juegan ahora los partidos.

La mamá del “niño” acudió al colegio ofendidísima. Don J.I. tuvo que comparecer en el despacho de dirección y aguantar un chaparrón de la progenitora del “damnificado”. “Sentí vergüenza”, me confesó. “Escuchando a aquella madre, pensaba que era ella la que debería haberle dado una torta a su hijo, y sin embargo se dedicaba a descargar su frustración contra mí.” Otra cosa también le dolió: “La directora, que me conoce bien, no movió ni un dedo para ayudarme.” Ahí se quedó él, impotente, perplejo, humillado, completamente desautorizado, ridículo, como si fuera él el niño malo que debe ser reprendido y castigado.

En los últimos tiempos había tenido que aguantar otras protestas de padres, generalmente porque sus vástagos suspendían, y claro, si el profesor es quien plasma las notas en un papel, es él quien debe aprobar a los niños, aunque no sepan hacer la o con un canuto, ni ganas.

Don J.I. quería tirar la toalla. Le quedaba un año para jubilarse, esa es ahora su meta. ¿Preocuparse por un muchacho o una muchacha cuyas impertinencias les ríen sus padres? ¿Ser vejado públicamente por intentan que alguien saque lo mejor de sí?

“En su día hubo un director en el colegio que hablaba de «clientes» para referirse a los alumnos –me contó don J.I. aludiendo a mi antigua escuela-. Pero el profesor P. respondía que él no se sentía un vendedor de El Corte Inglés, que la enseñanza era otra cosa, formar personas, no vender productos. Yo estaba completamente de acuerdo con P. Ahora vuelvo a oír aquel discurso en el centro en el que imparto clases. También allí han empezado con lo de «clientes».”

Posiblemente ya no es su tiempo. Don J.I. es una antigualla, un resto jurásico que vaga por las aulas aguardando su extinción definitiva. Ahora no hay alumnos, sólo clientes. Y al cliente no se le cuestiona, sólo hay que buscar su satisfacción; halagarle, apesebrarle y conseguir de él un buen margen comercial, lo demás no importa, igual da que le vendamos una materia que no sirve para nada o un modelo de vida que lo convertirá en un estúpido infeliz; si se va contento es más que suficiente. Eso sí, si se quiere triunfar no hay que olvidar la máxima comercial: “el cliente siempre tiene la razón”.

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