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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

miércoles, 30 de junio de 2010

Maestros emplumados


Caminaba agobiado de vuelta a casa, con el paso acelerado. En el trabajo, mil "marrones". Debía regresar pronto, pues tenía que ir a buscar a las peques y hacer no sé cuántos recados. Que no se me olvidara esto, y aquello, y lo de más allá. Y para el día siguiente... ¡Por Dios, qué angustia!


Entonces pasé sobre el río Huerva, que en su transcurrir cautivo bajo la ciudad, muestra su silueta tímidamente en la Avenida Goya. Al mirar hacia abajo desde la pétrea barandilla, descubrí a varios anades acicalándose o descansando en la orilla. Nada los alteraba. Estaban tranquilos, serenos, seguros. ¿Por qué no iban a estarlo? No los acechaba ningún peligro y, además, la tarde era estupenda.


Me detuve a mirarlos y me quedé embelesado. Era cierto, hacía muy buena tarde y yo ni siquiera me había apercibido de ello. Sólo corría de una preocupación a otra, como en el juego de las cuatro esquinas. Volví a caminar, ahora más pausadamente. Aquel día los anades fueron mis maestros, aunque lamentablemente olvidé pronto la lección. De vez en cuando, cuando vuelvo a cruzar el puente sobre el Huerva, busco con la mirada a los patos, y los envidio.

martes, 29 de junio de 2010

Unas palabras de gratitud


Hoy sólo puedo escribir palabras de gratitud. Gratitud hacia una persona atenta que ha estado dispuesta a escucharme; gratitud hacia un hombre generoso que ha estado dispuesto a leerme; gratitud hacia un autor feraz que ha estado dispuesto a escribirme. Muchas gracias, Guillermo.

Antes de conocerlo bis a bis, ya leía su blog (que está entre los recomendados en el mío); y, en contra de mi costumbre, me decidí a enviarle un correo electrónico en el que entre otras cosas, le decía lo siguiente:


Sigo puntualmente tu blog, así que aprovecho para felicitarte por él. Es un balón de oxígeno entre tantos nubarrones. Decía Ortega y Gasset que las cosas verdaderamente importantes se hacen por razones líricas, y eso es lo que tú ofreces, "razones líricas".

Hoy soy yo quien aparece mencionado en el mismo: Blog de Guillermo Urbizu Y una vez más para recibir.


Repito: ¡muchas gracias, Guillermo!

lunes, 28 de junio de 2010

Un libro innovador de aikido


Acaba de salir publicado un libro que, o mucho me equivoco, o no va a ser calibrado en su verdadero alcance salvo por algunas personas especialmente alertas (lo cual, dicho sea de paso, sería una verdadera lástima). Se titula Aiki-Control. Impedir herir sin herir y aparece firmado por José Santos Nalda y sus hijos Pablo y Natalia.

El maestro Nalda es ante todo un buscador, un espíritu abierto que desea comprender para actuar como es debido. Tradicionalmente a eso se le ha llamado sabiduría; por algo Descartes la definía como "juzgar correctamente para obrar correctamente". El ámbito en el que Santos Nalda ha centrado sus esfuerzos ha sido el de las artes marciales; fundamentalmente el aikido y el bujutsu. En ellos ha aunado la práctica y la investigación. Y, como hombre fecundo que es, no se ha limitado a atesorar hurañamente sus hallazgos, sino que los ha puesto a disposición de los demás en el tatami y a través de sus más de treinta libros publicados.

El último de sus escritos es este Impedir herir sin herir. En el mismo da un paso más; un paso maduro, audaz, innovador. ¿En qué sentido? Por expresarlo de una manera concisa, ha hecho una cosa de no poca gravedad: se ha tomado en serio las enseñanzas del fundador del aikido, Morihei Ueshiba. Eso es algo que sólo puede afrontar de veras alguien con un bagaje tan rico como el que Nalda ha acumulado a lo largo de su feraz vida.

Lo que habitualmente hacen los profesores de esta disciplina (y si somos sinceros, de cualquier otra) es repetir los saberes recibidos. Así, la pedagogía se convierte en mera transmisión de lo preexistente. Es como un mantra o como un eco que trata de mantener de la forma más literal posible lo que un día fue establecido, aunque no se sea consciente de lo que se está diciendo.

Pero a menudo viene a resultar que eso que se está diciendo no se corresponde con aquello que se está haciendo. Es decir, que teoría y práctica caminan por sendas diferentes. Entonces, casi sin darnos cuenta, nos sumimos en un escolasticismo, en un estudio de lo que otros dijeron sin prestar atención a la realidad que se pretendía explicar. Otra consecuencia frecuente es la caída en el puro activismo; desaparecido el sentido de las cosas, sólo queda la acción ciega, bruta, mecánica.

El verdadero maestro no obra así. Mira y escucha, reflexiona y valora, y, finalmente, obra. Es lo que ha hecho Nalda. Primero ha atendido a los principios que Ueshiba proclamó, complementándolos con una antropología actual. Ha analizado la consistencia de la armonía, la no violencia, la victoria sobre uno mismo, la incorporación del adversario a la causa de la justicia, etcétera. Luego ha cotejado esos planteamientos con las técnicas marciales que el propio Ueshiba desarrolló. Es entonces cuando ha puesto de manifiesto que muchas de dichas técnicas no son coherentes con el espíritu que debería animarlas: causan daño al adversario no versado, son duras, destructivas. Y Santos Nalda en vez de olvidarlo y asentir acríticamente a lo que le han contado, se ha puesto a la faena de introducir las rectificaciones precisas para purificarlas de aquellas imperfecciones que las alejaban del auténtico espíritu del aikido. ¡Ahí es nada!

Decía el filósofo Julián Marías que "no se puede innovar más que en continuidad, que es lo contrario de lo que se llama «continuismo»" Este libro es un buen ejemplo de innovación, porque asume todo el legado pretérito pero sin quedarse en él. El agua que se estanca, se emponzoña; el río que ignora el caudal que lo precedió, se seca.

El libro de Santos Nalda no sólo acrisola las técnicas del aikido desde el cinturón amarillo hasta el negro, sino que se fija en cuestiones tales como la estrategia, la psicología del combate o la actitud ética exigible para cada nivel.

Sí me atrevo a introducir una salvedad menor a la obra. Dado el hondo calado de la misma, no estoy seguro de que las ilustraciones humorísticas que la acompañan no despisten al lector no avisado, trivializando algo su contenido. Creo que en sus últimos libros Santos Nalda ha dado un salto en los contenidos que, posiblemente, exigirían una revisión en el formato de su presentación.
En todo caso que ningún aikidoka se despiste. Tenemos ante nosotros un gran libro que conviene valorar en todo su alcance. Si alguien cree que Ueshiba no engendró un manual de instrucciones sino un arte vivo, debería adentrarse en Aiki-Control. Impedir herir sin herir con los ojos bien abiertos.
El clan Nalda (pues el maestro Santos se ha querido acompañar por sus hijos) nos ofrece una lección magistral de progreso. Qué mejor forma de cerrar el presente artículo con una cita de Julián Marías referida a su maestro Ortega y Gasset. En la misma bien se podría sustituir el nombre de Ortega por el de Ueshiba sin que perdiera un ápice de validez.

Todo intento de dar a Ortega por terminado y concluso es una absoluta impiedad. Todo intento de repetirlo de manera inerte es la forma más refinada de infidelidad, de deslealtad. Hay que seguir pensando, como Ortega pedía cuando se le decía algo que no estaba del todo mal. En ese «seguir pensando» consiste la filosofía, y también la historia, porque es la condición irrenunciable de la vida humana.

La máquina del tiempo


Una de las películas que me dejaron huella en la infancia fue “La máquina del tiempo” (The Time Machine); absurdamente traducida al español como “El tiempo en sus manos”. Basada en una novela de Hebert George Wells, cuenta cómo a finales del siglo XIX un científico inglés construye un aparato que le permite viajar a través del tiempo. Su curiosidad lo lleva a explorar el futuro, pues piensa que la humanidad habrá avanzado hacia el verdadero progreso. A lo largo de su aventura sufre diversas decepciones. Primero al contemplar el abandono de su casa en 1917, año en que la primera guerra mundial está desangrando Europa. Después llegará a 1940 y contemplará un bombardeo alemán sobre Londres. La siguiente parada será en 1966, justo antes de que una bomba nuclear arrase el lugar.

Desgraciadamente la humanidad no sólo no ha progresado, sino que ha utilizado el conocimiento para incrementar exponencialmente su capacidad de destrucción.

El viajero temporal David Filby (interpretado por Alan Young) avanzará hacia un futuro mucho más lejano, pues a su alrededor todo ha quedado cubierto por la lava surgida de erupciones volcánicas.

Finalmente se detiene en el año 802.701. El mundo ha recuperado la vegetación, y en él habitan unos hombres apacibles y aparentemente felices que se dedican a llevar una vida bucólica. Filby piensa que por fin la humanidad ha encontrado el verdadero camino, sin conflictos ni carencias. Sin embargo al contemplar cómo una muchacha cae accidentalmente al río constata que nadie mueve un dedo para ayudarla. Será él quien ante la mirada impávida de los presentes se lance al agua y rescate a la joven Weena (la guapísima Yvette Mimieux).

Esta indiferencia se le hará de nuevo patente cuando descubra que aquella gente sirve de comida a otros humanos que viven en las profundidades de la tierra. Nadie ofrece resistencia, nadie ayuda a sus semejantes.

También aquí y ahora podemos experimentar la sensación de Filby ante la pasividad de los otros hombres. Se muestran estudios, imágenes, pruebas varias de los crímenes que se comenten en los centros abortistas, y la inmensa mayoría de la gente permanece impasible. Si acaso volverán la cabeza ante unas imágenes que parecen de mal gusto. Aquí no hay guerra, sí caníbales. Abundan los bienes materiales, mientras los corazones permanecen helados. Cualquier ápice de inquietud ha quedado enterrado bajo la lava de la apatía. Hoy es 802.701 d.C.

viernes, 25 de junio de 2010

La revancha de Dios


Este relato está dedicado a mi sobrinas Carmen y Pilar, ambas en la foto en todo su esplendor.

Primavera

- ¡No hay quien lo aguante! ¡Malditos, malditos y mil veces malditos!

Llevado por la indignación, Diego Núñez no se percató de que sus pensamientos se materializaban en sonoros bramidos. Cerró el periódico con rabia y se levantó del banco en el que había pasado la última media hora. En momentos como aquel se desenvolvía con un vigor impropio de su avanzada edad.

Aferrando el diario como el halcón a su presa, se alejó a buen paso del florido parque.

Cuando llegó frente a la portada plateresca de San Cristóbal el apresurado paseo había atemperado algo sus ánimos. Entró por una de las puertas laterales y, a la par que hacía la genuflexión y se santiguaba, echó un vistazo al templo. En la penumbra apenas se intuían a unas pocas feligresas recogidas en oración. Caminó hasta el altar y entró en la sacristía.

Carlos plegaba el alba que acababa de emplear para la celebración. La esbelta figura del cura cuarentón se veía coronada por una espesa cabellera prematuramente encanecida. Según Diego, era un sacerdote de “los de verdad”; lo que en boca del impetuoso anciano era el más alto reconocimiento que cabía hacerle.

Siempre vestía de cleriman y aunque a sus misas de diario apenas acudía una docena de beatas, predicaba en todas ellas con el mismo fervor que si lo hiciera ante el mismísimo Papa.

- Buenos días, padre. ¿Ha leído la prensa esta mañana?

- ¡Buenos días nos dé Dios! Le veo con muchos bríos.

- Y no es para menos. ¿Se ha enterado de lo del teatro?

- ¿Teatro? No, no sé “lo del teatro” –respondió el clérigo con cierta sorna.

- Pues ahora lo va a saber. Escuche.

Diego se colocó las gafas que llevaba colgadas del cuello por un cordel y comenzó a leer.

- “Gran éxito en el estreno de «Blasfemia». Según ha manifestado la crítica, con su espectáculo transgresor Mikelet ha sido capaz de elevar el sacrilegio a la categoría de genialidad artística”.

Miró por encima de las lentes a su oyente.

- ¿Sigo?

La sonrisa inicial se había desvanecido del rostro del presbítero que permanecía callado.

- ¡Pues sigo! A continuación explica la “artística” representación. Dice que se desarrolla en un prostíbulo llamado Getsemaní que regenta un obispo. Se parodia la última cena. Aparecen los apóstoles en posturas obscenas. Arrojan formas al público como si fuesen hostias consagradas y, lo peor de todo, es que a la Virgen...

- ¡Basta ya, por favor!

Nunca había visto a Carlos reaccionar tan bruscamente. Tras unos segundos de calma tensa, Diego Núñez intervino de nuevo.

- Es infame. A mí también me ha herido sólo leerlo.

Luego, alzando algo la voz, añadió:

- ¡Tenemos que hacer algo!

El clérigo, con expresión grave, mantenía la mirada fija en el alba.

- Sí –respondió al cabo-. Voy a tener el Santísimo expuesto todo el día y toda la noche como desagravio a Nuestro Señor.

- Claro, claro. Eso está muy bien. Pero yo me refería a algo más. Ya sabe, a Dios rogando y con el mazo dando.
Tenemos que movilizarnos, manifestarnos, echar el teatro abajo si hace falta. ¡Hay que armarla! ¿Se cree que se atreverían a una cosa así si se tratara de musulmanes? Ya se andarían con ojo. Pero con los cristianos vale todo. Somos como el juguete del pin, pan, pun.

- El Señor nos iluminará. Él sabe lo que hay que hacer. Oremos ante el Santísimo.

- ¡Por favor, padre, que no está el horno para misticismos!

Después de insistir en sus propuestas de acción directa y constatando que allí no iba a obtener la respuesta deseada, el vehemente feligrés se despidió cortésmente y fue a buscar otro auditorio donde tuviera mayor aceptación.

Por su parte el clérigo tras revestirse nuevamente, se dirigió con la custodia hacia el altar.

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Diego acabó por reunir un grupo de afines para realizar una concentración de protesta. El resultado no pudo ser más calamitoso. Se encontraron apenas veinte personas rodeadas por dos veces más policías. Mientras muchos de los asistentes a la función les insultaban llamándoles “fascistas” y “viejos de mierda”, el jefe de la policía no hacía más que quejarse de la pérdida de tiempo que le suponía echar la tarde en custodiar a “cuatro meapilas”.

Al día siguiente varios periódicos se hicieron eco de su “hazaña”. Les calificaban de grupo ultra e intransigente. Lo que más dolió a Diego Núñez fue que incluso desde tribunas supuestamente de inspiración cristiana tachaban su acción como “desmedida, antidemocrática y fuera de lugar”. ¿Es que nadie defendía el honor de Dios?

Por si fuera poco, al amparo de la polémica desatada por la concentración, el espectáculo recibió la atención mediática que precisaba para lograr un éxito inusitado. Diego Núñez empezó a sospechar que el eco concedido a su minúscula manifestación no era casual.

En todo caso su gesta le costó dos semanas de reposo por un ataque de ciática y una multa de cuatrocientos euros por alterar el orden público.

Cuando por fin pudo levantarse de la cama, acudió compungido a hablar con el sacerdote y le interpeló:

- Padre, usted tanto rezar y mire en qué ha quedado todo. ¿Dónde está la respuesta de Dios?

Carlos clavó sus ojos en los del malparado feligrés antes de lanzarle su oráculo.
- Dios siempre responde, pero a su manera.

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Navidad

La escarcha que tapizaba el parque le confería un aspecto mágico, irreal. Diego, con las manos enfundadas en los bolsillos del abrigo, resoplaba vaho mientras caminaba pausadamente. De cuando en cuando se detenía a contemplar el apacible paisaje. Abetos envueltos en fino aljófar, fuentes de cristal, ahuecados gorriones dando saltitos con aparente despreocupación.

Esos días le resultaban singularmente gratos. El frío intenso y la quietud consiguiente le producían sosiego.

Se detuvo frente a la estatua de una sirena varada al borde de un helado estanque. Su torso voluptuoso adoptaba una pose insinuante. No tardó caer cautivo por el rostro impasible de la ninfa. Su mirada pétrea y atrayente parecía destilar vida. ¿Qué poderosa fuerza latía bajo aquella sugerente figura? Una ola de sensualidad y estremecimiento comenzó a apoderarse de él.

La presión inesperada de unos bracitos a la altura de la cintura rescató al octogenario Ulises de su hechizo. Para su sorpresa, descubrió que quien tan fogosamente lo abrazaba era una niña de unos cinco años con evidentes rasgos de síndrome de Down. Enmarcada por un pasamontañas pardo, su carita redonda asomaba sonriente y le observaba sin pestañear.

En un intento por recuperar el control de la situación, acertó a farfullar:

- Hola niña. ¿Cómo te llamas?

No obtuvo respuesta. La criatura continuaba sujetándole con el mayor contento.
A lo lejos se oyó una voz femenina.

- Carmen, Carmen.

Diego Núñez giró la cabeza en aquella dirección. Una pila de bolsas con piernas se acercaba a trote desacompasado.

- ¡Espérame, Carmen! ¡No te muevas de allí!- Insistía la montaña andarina sin dejar de aproximarse.

Cuando les dio alcance emergió de entre los bultos un semblante enrojecido por la carrera.

- ¡Menos mal! Muchas gracias. Gracias, gracias –Repetía entrecortadamente.

- No faltaba más. Además, en realidad no he hecho nada. Más bien ha sido su hija la que me ha atrapado a mí.

- Ya perdonará. Se me ha escapado corriendo y no la he podido sujetar.

- Pero cómo la va a coger. Ande, deme alguna bolsa que le echo una mano –Diego alargó los brazos dispuesto a ayudar.

- Gracias otra vez. No se puede imaginar qué mañana llevo.
Mientras el anciano le descargaba de parte de su peso, la mujer le iba explicando sus avatares matinales.

- Llevo una mañana de locura. Sus hermanos no arrancaban de la cama. A Pilar, cuatro años mayor que Carmen, se le ha caído todo el tazón del desayuno encima. Al final Carmen ha perdido el autobús y con el día que hace no hay manera de encontrar un taxi.

"La pobre hoy tenía una representación en una residencia de ancianos y le hacía mucha ilusión. Cuando le dicho que no nos quedaba más remedio que volver a casa, se me ha escapado corriendo.

Diego miró sonriente a la pequeña. Era la más pura expresión de la inocencia que jamás hubiera contemplado. Aquella isla inmaculada, ajena a las tempestades del mundo, despertó en el anciano una ternura infinita.

- Conque una diva, ¿eh? No vamos a dejar que esta estrella se pierda su actuación. ¿No le parece? Ya verá qué pronto lo solucionamos.

Sacó un teléfono móvil de uno de los bolsillos de la pelliza y haciendo malabares con las bolsas comenzó a teclear. La madre de Carmen lo miraba expectante.

- ¿Carlos? Oiga, necesito su ayuda. ¿Me podía echar un cable urgente?... Se trata de ayudar a un ángel y a su madre a llegar a una actuación... Sí, sí, de teatro... Ahora son las nueve... Sabía que no me fallaría. Si nos pudiera recoger a la entrada del Parque Prim nos haría un gran favor... De acuerdo, le debo una.

Miró satisfecho a la madre.

- Resuelto. Ya tenemos chófer.


Mientras esperaban a su socorro, Diego pudo conocer más sobre aquella mujer. Se llamaba María Ángel. Tenía seis hijos, la más pequeña de los cuales era Carmen.

Según contaba, era la niña más acompañada del mundo. Siempre había un hermano a mano para que le hiciera gracias o perrerías, según se terciara.

Escuchándola hablar, Diego se sentía reconciliado con el mundo. Ella no parecía preocupada por los temas que a él tanto lo atribulaban. La política, la economía, las “grandes cuestiones” con las que cada mañana se desayunaba, ahora se tornaban espectrales, efímeros deshechos que nada significaban al lado de la granítica realidad que representaba una madre junto a su hija mongólica.

El sacerdote no tardó en llegar con su destartalado Seat Ibiza. Durante el recorrido todos permanecieron con las prendas de abrigo, la calefacción no funcionaba y para que no se empañasen los cristales debían mantener las ventanillas entreabiertas.

- Lamento el fresquito, pero en este coche lo único que va bien es el aire acondicionado –dijo el cura señalando con un movimiento de cabeza la apertura de la ventanilla.

- Para nosotras este es el mejor coche del mundo –respondió María Ángel-. Además, nos gusta el fresquito, ¿verdad Carmen?

La niña desplegó una enorme sonrisa que contraía totalmente sus rasgados ojos.

- Nos gusta el fresquito –repitió con enternecedora candidez.

El temperamento expansivo de Diego Núñez no pudo refrenarse ante aquella estampa.

- ¡Pues a mí también me gusta el fresquito! Sí, señor. Porque en compañía de esta preciosidad me siento por dentro calentito y contento.

Sentado junto al conductor, gesticulaba vuelto hacia sus acompañantes.

- Además, a los Reyes Magos les voy a escribir una carta explicándoles lo buena y lo guapa que eres, y les voy a decir que te traigan todos los juguetes del mundo. ¿Me oyes, Carmen? Si quieres una cocina, pues una cocina. Una bici, pues una bici. Una muñeca, pues... ¡cien muñecas!

Carlos y María Ángeles estallaron en una carcajada ante la ocurrencia del copiloto parlanchín. La pequeña, viendo la jovialidad circundante, se unió al coro de risas.

A pesar de que el prelado afirmó disponer de un GPS infalible llamado San Miguel, éste no debía andar muy fino aquel día, así que tuvieron que dar unas cuantas vueltas antes de encontrar la residencia. Estaba ubicada a las afueras de la ciudad, en una zona alejada de las vías principales. Era una casona enorme y gris carente de cualquier tipo de ornamento y rodeada por una valla metálica. El microbús escolar ya había llegado y se encontraba aparcado en la parte externa.

Cuando accedieron al edificio, uno de los responsables del centro los acompañó a una sala donde los infantes se estaban cambiando ayudados por sus profesores. Los rasgos de los niños evidenciaban sus deficiencias psíquicas. En unos pocos casos venían acompañadas de minusvalías físicas. Aquí uno sentado sobre una silla de la que pendían unos pies abiertos en una postura imposible. Allá otro con la cabeza descoyuntada sobre un hombro se agitaba excitado. En otra parte una niña con un brazo retraído como una mantis religiosa.

Diego sentía el corazón encogido ante la visión de aquellas criaturas desafinadas. En su mente resonaba una y otra vez un interrogante: «¿Por qué?» Mientras avanzaba entre los pequeños, trataba de mostrar su cara más afable. No quería que los chiquillos sospechasen la inmensa piedad que le suscitaban.

Una de las profesoras cortésmente invitó a Diego a salir. La función iba comenzar enseguida y era mejor que la disfrutara junto con los residentes. Dándose por enterado dejó la “zona de camerinos”.

Al llegar a la platea el panorama que encontró le resultó acongojante. Los niños, al menos, mostraban alegría y vitalidad. Los viejos, sin embargo, vagando entre cuatro paredes, eran la viva encarnación de la desolación. Ojos hundidos en un abismo de tristeza. Miradas perdidas hacia los adentros, hurgando en el baúl de la memoria lo que un día fue o, tal vez, pudo ser y fatalmente ya nunca llegaría a ser.

En aquella atmósfera de orines y postración reinaba el espectro del abandono. Sin embargo no era eso lo peor, lo más inicuo era carecer de aquello que toda alma humana ansía, querer y ser querida. La soledad más radical es la de quien se sabe olvidado por quienes ama, y ese estigma infame lo padecían la mayor parte de los que languidecían en aquel ergástulo de náufragos.


El escenario había sido instalado en el salón-comedor. Para ello habían juntado varias mesas, decorándolas con un largo faldón de telas azules. Habían alineado varias filas de sillas, la mayor parte de las cuales ya habían sido ocupadas por los residentes.

Diego se acercó a un grupo de mujeres que charlaban con Carlos, pero apenas se había presentado, la encargada de la residencia se subió a la tarima y avisó de que la actuación daba comienzo de forma inmediata. Así que los dos hombres tomaron asiento en sendas sillas laterales y se aprestaron para disfrutar de la función.

La directora, coronada por una voluminosa permanente, embutidas sus robustas carnes en un extravagante vestido estampado, presentó la obra que iban a interpretar “los niños del Colegio Virgen del Pilar”.

Los pequeños aparecieron en fila india ataviados con sus disfraces navideños. Los que tenían dificultades motrices eran sostenidos por sus profesores. María Ángeles se había incorporado a la comitiva desde el momento mismo de su llegada. Al pasar junto a sus dos bienhechores les guiñó el ojo.

El cruce de miradas entre infantes y ancianos incrementaba la expectación ambiente. Ayudados por una maestra, los párvulos actores fueron tomando sus posiciones en el escenario. Una vez instalados, tomó la palabra la responsable del colegio. Era una mujer de mediana edad con aire juvenil. Lucía una larga melena y vestía un grueso suéter de cuello vuelto y pantalones vaqueros. Con una dicción modulada y clara dijo:

- Buenos días. En primer lugar, me gustaría expresarles la gran satisfacción que nos produce poder compartir con ustedes esta velada. Nos hacía mucha ilusión venir aquí, de hecho los niños llevaban días impacientes preguntando cuándo iba a llegar este momento –sus palabras, cargadas de sinceridad, destilaban respeto-. La obra se titula “Ha nacido Jesús”. Se trata de una recreación del nacimiento desde la Anunciación hasta la huida a Egipto. Mi compañera Clara irá leyendo la narración que se irá desarrollando ante ustedes y que consta de un único acto. Sin más doy paso a la función. Estoy segura de que les va a gustar. Muchas gracias.

Diego miraba embelesado a esos pulgarcitos metidos en sus vestimentas palestinas. La atención volvía una y otra vez a Carmen, disfrazada de angelito, con unas alas de algodón sujetas a la túnica blanca y un aro asomando por encima de su cabeza a modo de aureola.

Los movimientos vacilantes de los intérpretes despertaron inmediatamente la simpatía de un público que milagrosamente había retornado al mundo de los vivos. Los niños reían cuando se daban cuenta de que cometían algún error, lo cual se producía casi constantemente. Alguno se tapaba la boca con las manos como queriendo retener la frase equivocada. Una de las pequeñas se hizo pis encima y tuvieron que sacarla para cambiarla. Su vocación artística quedó patente cuando, ante el berrinche por su retirada, los cuidadores se vieron obligados a reincorporarla a escena vestida de chándal.

La Virgen María no paraba de besar y acariciar la figura de niño Jesús que acunaba entre sus brazos. Al final uno tras otro pasaron a besar al Salvador.
El cierre fue un villancico casi ininteligible, y eso a pesar de la ayuda de los profesores. Pero con todo su desafine, sonaba a música celestial.

Entonces Diego Núñez cayó en la cuenta de que estaba llorando a moco tendido. Tenía las mejillas empapadas. Con cierto pudor, miró a su alrededor y se dio cuenta de que no era el único. No sólo eso, también contempló lo que unos minutos antes le hubiera parecido imposible. En los rostros de aquellos octogenarios desahuciados se reflejaba felicidad.

El estribillo del villancico seguía sonando en las voces del orfeón infantil: “¡Gloria in excelsis Deo! ¡Gloria in excelsis Deo!” Varios ancianos lo coreaban, pero Diego era incapaz. Un nudo en la garganta se lo impedía.
Cruzó su mirada con la de un Carlos pletórico.

- Padre –dijo entre sollozos que ya no trataba de ocultar-, sabe qué le digo, que tenía razón. Dios responde a su manera. A aquella obra infame, responde en este humilde rincón del mundo con sus pequeños ángeles. Una vez más lo menospreciado, lo débil, manifesta su gloria. ¡Qué bien lo hace todo!

- Te has dado cuenta, ¿eh? Ahora ¡a cantar!

Como buenamente pudieron se incorporaron al coro que daba gloria a Dios de la manera más desacompasada y entregada que jamás se hubiera escuchado.

jueves, 17 de junio de 2010

¡Enamórate!


El presente artículo lo escribí para la revista de la asociación de familias numerosas 3ymás "Atresvete". Apareció publicado en junio de 2007.


Conecto la radio y un locutor se encarga de explicarme el asco que da todo. Pongo la televisión: crímenes, fracaso escolar, caos en la inmigración, crispación política; de vez en cuando alguna noticia curiosa salpica la información para no hacer el noticiario absolutamente indigesto y aterrador. Veo a dos compañeros de trabajo discutir acaloradamente, según parece, sus posiciones políticas están encontradas y ambos ven "la culpa de lo que pasa" en la actitud del partido contrario. Demandas, reclamación de derechos, sentimientos de agravio, indignación, polémicas, escándalos, son el alimento básico con el que nos nutren la mayor parte de los medios de comunicación. Con este panorama la actitud de mucha gente oscila entre el pasotismo y la indignación. Está todo tan mal...

En un artículo periodístico publicado en la primera década del siglo pasado Ortega, que había sido buen amigo de Ramiro de Maeztu, mostraba su descontento intelectual para con las posiciones adoptadas por el pensador vasco. El autor de La Rebelión de las Masas decía: "Estimo sobremanera las intenciones de Maeztu y su fuego patriótico; pero no cumpliría el deber de franqueza que le debo si no censurara la irrespetuosidad con que toca cuestiones que sólo pueden ser resueltas con medios técnicos difícilmente improvisables. Su energía espiritual le impele a lanzarse dentro de selvas problemáticas y el ardor de su sangre valiente al golpearle las venas le enciende tanto que no advierte los tallos, los arbustos y los gérmenes que al paso destroza..." Ortega presuponía que, ciertamente, las intenciones de Maeztu eran nobles, pero eso no le legitimaba para no actuar con rigor ante lo más respetable que existe, la realidad. Y es que la realidad es compleja, tiene “tallos, arbustos y gérmenes” por los que hay que velar. Las fórmulas excesivamente simplificadoras la aniquilan, la falsean.

El problema más importante con el que hoy nos encontramos es, precisamente, la falta de respeto por la realidad. En el fondo de esta actitud late una falta de estima por esa misma realidad. No parece valiosa, por eso no interesa ponerla a salvo y se puede hacer con ella cualquier cosa. Este proceder es absolutamente demoledor. La posición de las personas fecundas es justamente la opuesta. Veamos un ejemplo.

Félix Rodríguez de la Fuente ha sido, con toda probabilidad, la persona que más ha hecho en España por la protección del medio ambiente. Estamos hablando de un país en el que hasta hace no tanto se buscaba conscientemente la extinción de la mayor parte de nuestra fauna. Hoy nos puede chocar pero todavía en 1.953 se publica un decreto que ordena la extinción de todas la alimañas, es decir, de las especies cazadoras entre las que se encuentran todas las rapaces (diurnas y nocturnas), el lince, el gato montés, el zorro, el oso y un larguísimo etcétera. En aquellos momentos estas medidas tenían una aceptación social plena. Se acabó con más de dos millones de animales, por cuyas muertes se pagaba una prima. Pues bien, en poco más de una década un hombre rebosante de ilusión es capaz de dar la vuelta a esta situación hasta el punto de que en 1.966 consigue la protección del halcón peregrino y las rapaces nocturnas a través de sus estudios de campo y, sobre todo, de la enorme labor divulgativa que lleva a cabo. Se trata de la primera ley conservacionista de esta índole en toda Europa, la cual será un referente para las futuras legislaciones de los demás países.

Más tarde le tocará el turno a otras especies, como el lobo, extinguido en Francia, Alemania, Suiza, Inglaterra, Dinamarca... y salvado en España gracias a Félix cuando sólo quedaban 400 ejemplares (hoy se estima que su número oscila entre los 2.000 y los 2.500). ¡Y qué decir de los espacios naturales! El parque de Doñana, Daimiel, Gallocanta, la Isla de Cabrera, etcétera, hoy existen gracias a su incansable tesón.

Pero la principal revolución que desarrolló el amigo de los animales no se cifra en el cambio de una legislación, sino en el de millones de corazones. ¿Cómo fue capaz un hombre de mudar la mentalidad de toda una sociedad hasta el punto de convertir al animal repudiado en criatura merecedora de respeto? La respuesta está en la capacidad de entusiasmarse y contagiar ese mismo entusiasmo. Los programas de Félix seguían indefectiblemente el mismo esquema: primero enamoraba, luego buscaba nuestra complicidad para poner a salvo eso que nos había mostrado que merecía la pena. Sin el primer paso el segundo se convierte en pura disciplina, en rígida norma. ¿Por qué he de cuidar los bosques? ¿Por qué he de conservar la fauna? Porque son valiosos, porque valen la pena, porque son hermosos, porque son amables (dignos de ser amados), porque me son queridos.

Sin amor habrá orden, pero no libertad. Sin amor habrá disciplina, pero no alegría. El amor es la potencia más transformadora del universo. Un espíritu crítico que no ama es una apisonadora, aplasta la misma realidad que pretende defender. Sin embargo quien ama es capaz de poner a salvo lo valioso que hay en cada ser, no quiebra la "caña cascada" ni apaga el "pábilo vacilante".

En una ocasión preguntaron a Jesús cuál era el principal mandamiento, Él respondió que amar al prójimo como a uno mismo y a Dios sobre todas las cosas. Si hubiera que cifrar esto en una sola palabra habría que decir: "ama", "enamórate", déjate arrebatar, ábrete al mundo entero. ¿Sufrirás? Por supuesto que sí, quién dijo que los enamorados no sufren. Pero cambiarás la faz del cosmos y tu vida habrá merecido la pena.

miércoles, 16 de junio de 2010

Sobre la guerra


Eurípides. "Las Suplicantes". 423 a.C.:
Cuando un pueblo vota la guerra, nadie hace cálculos sobre su propia muerte y suele atribuir a otros esa desgracia. Porque si la muerte estuviera a la vista en el momento de arrojar el voto, Grecia no perecería jamás enloquecida por las armas. Y eso que todos los hombres conocemos entre dos decisiones -una buena y otra mala- cuál es la mejor. Sabemos que para los mortales es mucho mejor la paz que la guerra. La primera es muy amada de las Musas y enemiga de la Furia, se complace en tener hijos sanos, goza con la abundancia. Pero somos indignos y, despreciando todos esos dones, empezamos guerras y hacemos a los perdedores esclavos, hombres esclavizando hombres y ciudades esclavizando ciudades.


John Le Carré. Enero 2003:
- ¿Y van a matar a gente papá?

- A nadie que tú conozcas, cariño. Sólo extranjeros.

martes, 15 de junio de 2010

El mal como espectáculo



Sucedió en un programa de televisión dedicado al regodearse en lo infame. Varios individuos transmutados en víboras y autocalificados como “periodistas” se dedicaban a despellejar viva a su “invitada”. Según parece, es una práctica que repiten semanalmente ante las cámaras. Para mi desgracia aquel día estaba de huésped en una casa y me era imposible huir del salón, así que durante un buen rato tuve que soportar la maldad convertida en espectáculo.

La víctima voluntaria (e imagino que bien remunerada) en aquella ocasión era una actriz que estaba inmersa en un proceso de divorcio. Se la veía visiblemente emocionada cuando se refería a su único hijo; un niño que debía tener tres o cuatro años. Afirmaba reiteradamente quererlo mucho y ponerlo por encima de todo. Es lo propio en una madre, así que no cuesta entender y encomiar esta actitud amatoria. Lo que sí costaba más comprender era la ceguera de aquella mujer a la hora de percibir la realidad de su retoño. La mayor parte del tiempo lo dedicó a vilipendiar a su “ex”, y daba la casualidad de que el mencionado “ex” era a la par el padre de la criatura; con lo cual la famosa no hacía sino poner públicamente de vuelta y media al padre del niño al que afirmaba amar hasta el infinito.

Ortega y Gasset escribió una frase que muestra una comprensión extraordinaria de lo humano. Dice así: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Traduzcámosla al caso que nos ocupa. Si alguien denigra públicamente a nuestro padre o a nuestra madre, probablemente se nos causa un daño mucho mayor que si los atacados somos nosotros mismos. Y eso es porque nuestros padres constituyen una de las realidades más propias y sagradas que poseemos. Dicho orteguianamente, forman parte de nuestra circunstancia más íntima, y si no se pone a salvo, si se la ataca, se nos golpea a nosotros. Nuestros padres no son meros accidentes, sino personas sustancialmente nuestras. Por eso cuando aquella actriz ultrajaba ante las cámaras al padre de su hijo, el daño que hacía al pequeño era inmenso, lo primero por la ofensa pública infligida al progenitor del niño, y en segundo lugar por provenir de aquella frente a la cual el niño no tenía defensa, su “mamá”. Así el carácter sacro de los padres quedaba profanado por ser objeto (el padre) y sujeto (la madre) de un auténtico escarnio.

Es muy triste que millones de personas asistiéramos a ese sacrilegio convertido en espectáculo. Me cuesta entender que algo así guste, es obsceno. Pero es que aunque tuviese algún encanto, que no lo tiene, no dejaría por ello de ser perverso y dañino.

Aquella velada acabé solo en la cocina de la casa con un libro. Es posible que no pareciera muy educado a mis anfitriones, pero mi capacidad estomacal había llegado a su límite.

domingo, 13 de junio de 2010

Chabacanería


El filósofo Julián Marías definía la chabacanería como “la vulgaridad satisfecha de sí misma”. Frente a lo excelso, lo bello, lo noble; lo chabacano se jacta de lo necio y ramplón. En vez de admirar y aspirar a lo elevado, lo desprecia y se regocija en lo zafio.

Hay épocas y lugares en que la chabacanería goza de prestigio. Se la identifica con lo “popular”, con la libertad de prejuicios, sin reparar en que se apoya en un prejuicio perverso, el de creer que lo mediocre es más auténtico, más libre, mejor. En esos periodos la chabacanería se exhibe como una actitud inteligente y audaz.

En sus Memorias, Julián Marías cuenta cómo al proclamarse la Segunda República el 14 de abril de 1931 se produjo una la explosión de entusiasmo cívico. Sin embargo, un día más tarde las cosas iban a cambiar:
A la alegría amistosa sucedió la chabacanería (…); multitudes desorganizadas pero dirigidas, recorrieron todas las calles, a pie, en camiones, a veces en tranvías, gritando, coreando expresiones injuriosas y groseras, dirigidas contra el Rey ya ausente, triunfales, a pesar de que no se habían arriesgado ni habían hecho ningún esfuerzo. (…) No es fácil medir cuánto dañó a la República –a España, en definitiva- la explosión de vulgaridad y falta de cortesía del día 15. Fue como un jarro de agua fría sobre el entusiasmo de la víspera…

Es decir, la chabacanería no sólo no fue una actitud inteligente y audaz, sino que resultó estúpida, cobarde y corruptora.

En abril de 1994, a raíz de la clasificación del Real Zaragoza para la final de Copa del Rey, quedé con un grupo de amigos para acudir al partido. Nunca he sido muy futbolero, pero como se preveía una jornada jubilosa, pues allí que me embarqué. El encuentro se iba a disputar en el Calderón, y el equipo rival era el Celta de Vigo.

Dado que en aquel entonces andábamos sin un clavel, nos inscribimos para acudir con una peña futbolística que había fletado varios autobuses.

El viaje comenzó en un tono festivo: cánticos, palmas, “pareados” deportivos. Pero la cerveza empezó a correr por el autobús en ingentes cantidades, y rápidamente la gente empezó a perder las formas. Prefiero no describir las guarradas que allí se produjeron, baste con mencionar el efecto diurético de la cerveza y la imposibilidad de parar el vehículo cada cinco minutos. Cuando entramos en Madrid, allí ya no viajaban aficionados, sino bestias que gesticulaban soezmente e insultaban sin razón alguna a todo transeúnte o conductor.

Después del penoso espectáculo, pasó a importarme un bledo el resultado del partido. Es más, sentía que si los hinchas del Zaragoza se comportaban de una forma tan indigna, el equipo maño merecía perder.

Para hacer honor a la verdad, he de decir que el resto de aficionados a los que vi al llegar al campo nada tenían que ver con los del autobús en que yo había viajado.

En todo caso desde entonces jamás he salido de Zaragoza a ver ningún otro partido. Recuerdo aquella ocasión como un episodio penoso y desagradable, y he experimentado un cierto desafecto por el fútbol, deporte al que, como he dicho, nunca fui muy aficionado, pero que desde entonces me resbala absolutamente. Esa es la cosecha de la chabacanería: el asco.

viernes, 11 de junio de 2010

Héroes de nuestro tiempo


En marzo de 2006 tuve la oportunidad de realizar una entrevista al doctor Jesús Poveda aprovechando una conferencia que venía a dar a Zaragoza. La entrevista iba a ser publicada en una revista llamada Europa Viva que, desgraciadamente, dejó de existir por aquellos días. Sin embargo el diario digital Hispanidad se quiso hacer eco y la recogió en sus informaciones.

Hela aquí:

Entrevista a Jesús Poveda

Creo que merece la pena acercarse a un hombre bueno, un héroe de nuestro tiempo que ha salvado muchas vidas y ha traído la felicidad a muchas mujeres que hoy pueden escuchar la dulce caricia que produce un "¡qué guapa eres mamá!".

miércoles, 9 de junio de 2010

Moreno tiene que ser el hombre que me camele


A menudo miramos las épocas pasadas con cierta conmiseración. Pobrecitos, pensamos, qué brutos e ignorantes eran. Olvidamos que si disfrutamos de tantos avances ha sido, precisamente, gracias a ellos. La ciencia, el arte, la técnica, nada de eso se improvisa. Es fruto de un esfuerzo multisecular del que ahora somos los máximos y ensoberbecidos beneficiarios.

Por otra parte, muchas de las cosas que nos parecen antiguallas o ridiculeces superadas tienen su correspondencia en nuestro tiempo, aunque frecuentemente no reparemos en ello. A este respecto más de una vez he pensado en el modelo de belleza femenina que ha prevalecido durante siglos. Por lo que sabemos, a lo largo de la edad media, moderna y gran parte de la contemporánea, la mujer hermosa tenía la tez blanca, y cuanto más, mejor. Sólo hay que asomarse a la literatura para constatarlo: “la nívea piel”, “blanca como la leche”, etcétera. La razón fundamental era que sólo aquéllas que ocupaban un cierto estatus podían librarse de las faenas al aire libre (como lavar, pastorear, cultivar). Gracias a su privilegiada posición disponían de la holgura necesaria como para cuidarse y embellecerse. Como todos los extremos son malos, las que velaban por su blancura de una manera excesiva, podían padecer ciertos males, avitaminosis por no recibir los rayos del sol o problemas circulatorios por ajustarse en demasía la ropa para conseguir mayor lividez y mejor figura.

Recuerdo haber oído contar a mi padre (nacido en el primer cuarto del siglo XX) que una chica que tenía mi abuela empleada, tomaba buenos sorbos de vinagre para conseguir un aspecto más pálido; es decir, para estar guapa. Lo que ella probablemente ignoraba era que dicho efecto era consecuencia de acabar con sus glóbulos rojos.

Hoy el modelo estético ha cambiado. Gustan las “morenitas”. En piscinas, playas, parques, terrazas y donde se tercie, contemplamos a personas de todas las edades tendidas como lagartijas con el único objeto de broncear su piel. Hay quien dice que le gusta tomar el sol. Permítanme dudarlo. Estar en pleno verano a más de cuarenta grados, sudando la gota gorda, es cualquier cosa menos gozoso.

Lo que sí complace es el resultado final, sentirse atractiva, oír la frasecita: “pero qué morena estás”, que es interpretada como un “qué guapa estás”.

La actual moda se inicia a finales de los años cincuenta del siglo XX, y tiene el mismo componente elitista que la anterior. Sólo los prósperos disponen de la holgura necesaria como para estar ociosos tomado el sol. El resto, en una sociedad que gira cada día más en torno al sector servicios, vive condenado a trabajar “a la sombra”, esto es, en lugares cerrados.

Como no se han extinguido las profesiones que se desarrollan a la intemperie, habrá que establecer una distinción para impedir que se confundan las churras con las merinas, esto es, los “guais” con los “pringaos”. De modo que unos tendrán el “moreno playa” (casi integral) y otros el “moreno albañil” (con partes pálidas por las prendas que usan mientras trabajan).

Respecto a la falta de salubridad de esta nueva práctica, sólo hay que echar un vistazo a las estadísticas que muestran los índices de cáncer de piel para comprender las nefastas consecuencias que trae.

Por concluir, podemos decir que los tiempos cambian que es un barbaridad, pero las personas, en el fondo, no somos tan diferentes a como fueron nuestros antepasados.

martes, 8 de junio de 2010

La respuesta del tuareg


El teniente Arribas (que fue quien me narró esta experiencia siendo ya coronel retirado) era entonces un joven y bravucón legionario. Estaba destinado en Sidi Ifni, que en aquel tiempo era un protectorado español al oeste del actual Marruecos. Las tropas contaban con beduinos para moverse por aquellas tierras ventosas, áridas y monótonas, donde el agua potable es un bien más preciado que el oro.

Los tuaregs, curtidos y silenciosos, son un pueblo de singular nobleza. Llegan al extremo de levantar una tienda en la arena virgen para que sus huéspedes reposen donde nadie antes lo hizo.

De entre todos los beduinos que los acompañaban, había uno que llamaba poderosamente la atención de Arribas. La razón era su peculiar forma de rezar. Los musulmanes tienen la norma de orar cinco veces al día arrodillándose en dirección a la Meca, mas el citado tuareg, al cumplir con el precepto, en vez de inclinar la cabeza hacia delante, la ladeaba.

Un día, vencido por la curiosidad, Arribas se acercó al explorador y le preguntó por el motivo de ese gesto tan inusual. Todos agachaban la cabeza de frente, ¿por qué él la giraba acercando la faz a la arena?

El hombre de tornasolada tez le dirigió una mirada profunda como la noche, y con la serenidad propia de quien vive en paz con el cielo y con la tierra, le respondió:
Oigo al desierto llorar porque pudo ser pradera y se quedó en desierto.

lunes, 7 de junio de 2010

Gorgias de Leontini, el piquito "de oro"


Teníamos un poco abandonados a nuestros amigos los filósofos. Va siendo hora de sacarlos del armario, no vaya a ser que los pobres acaben atufando a naftalina. Bastante friki es alguien dedicado a filosofar, como para que aun encima provoque mareos y vaya plagado de polillas muertas.

Hoy nos vamos a fijar en un sofista llamado Gorgias de Leontini; nacido en Leontini (como su propio nombre indica) en torno al 480 antes de Cristo.

Los sofistas eran los antecesores de los coach actuales. Cobraban sumas elevadas por enseñar a sus forrados alumnos el arte de persuadir por medio de la retórica. La verdad no importaba tanto como la capacidad de convicción.

Precisamente Gorgias fue el sofista que más pasta ganó ejercitando su profesión (el soplo nos lo ha dado Isócrates). Hasta el punto de que en una ocasión quiso hacer un presente al dios Apolo, y para ello entregó a la pitonisa un donativo un tanto ostentoso: nada menos que una estatua de oro a tamaño natural de sí mismo. Vamos, que no sólo se enteró su mano derecha de lo que daba la izquierda, sino que lo supo todo el barrio y la mitad de Grecia.

Según parece, Gorgias comparecía en la platea de los teatros y gritaba al público: “dadme un tema”. Y allá que pontificaba sobre la cuestión que le propusiesen. Exactamente como hacen los tertulianos y polemistas mediáticos de hoy en día, sólo que en griego, que debe ser más complicado.

En aquel entonces todos los pensadores titulaban sus libros: Sobre la naturaleza. Y aunque no parece un título muy emocionante, Gorgias no fue una excepción y lo puso a una de sus obras más importantes. La misma comenzaba con la siguiente aseveración: “Nada existe, si algo existe no se puede conocer, y si algo se puede conocer no se puede comunicar”. Alucinante, ¿verdad?

Vayamos por partes. Si nada existe, ¿a quién se lo cuenta el ricachón de Gorgias? Si nada se puede conocer, ya conoce algo, a saber, que nada se puede conocer. Y si nada se puede comunicar, ¿cómo es que nos lo cuenta?

En fin, que como podemos comprobar, los sofistas de entonces llevaban la misma marcha que los sofistas de ahora. Y lo que es peor, les iba igual de bien. Gorgias vivió ciento ocho años y si la palmó fue porque dejó de comer, que si no, vete a tú saber si no lo tendríamos echo un carcamal polemizando en La Noria, en 59 segundos, u ocupándose de alguna cartera ministerial.

domingo, 6 de junio de 2010

El "egoísmo" del escritor


Estos días he estado leyendo un libro de José Luis Olaizola titulado Más allá de la muerte. El país sin descubrir. En el mismo, entrevista a distintas personalidades para tratar de aflorar el sentido de sus vidas. Una de ellas es José María Gironella, autor, entre otros, del famoso libro Los cipreses creen en Dios. En el transcurso de la conversación que mantienen, el entrevistado confiesa en presencia de su mujer, que por su culpa no han tenido hijos, pues tuvieron la oportunidad de adoptar a una niña cuando estuvieron en Vietnam durante la guerra que asoló dicho país, pero él se negó.
Uno de los días que estábamos visitando un puesto de vanguardia nos propusieron a Magda y a mí que adoptáramos a una niña, bebé, que estaba allí en su camita blanca, inmóvil, con los ojos oblicuos, abiertos, y que habían encontrado ilesa en un campo de minas. La habían rescatado de la muerte y no tenía a nadie en el mundo. «Vosotros no tenéis hijos –nos dijo el capitán médico-. ¿Por qué no la adoptáis? ¿Por qué no os la lleváis, en el helicóptero que vendrá a buscaros, a Saigón, y luego a España?» La niña tendría un año como mucho. La reacción de Magda fue inmediata: «Nos la llevamos.» Pero la mía no fue menos fulgurante: «No nos la llevamos.» Fue una reacción brutal, egoísta, cobarde, Magda se quedó atónita… ¡Cuántas veces me he arrepentido de aquella torpe decisión! –insiste dolorido-. Ahora tendríamos una niña con nosotros…

Su mujer aclara que ya no sería tan niña, pues rondaría los veinticinco años. Y Gironella continúa:
Cierto. Sería una hermosa muchacha, quizá hubiera estudiado medicina, que tan bien nos vendría ahora a ambos camino de la ancianidad. Pero yo en aquellos años todo lo sacrificaba a lo que entendía que era mi vocación de escritor, que requería por encima de todo libertad. Toda la libertad del mundo para escribir y todo lo que pudiera entorpecerlo lo apartaba de mi camino. ¡Cuántas cosas he sacrificado por preservar esa teórica libertad!

Leyendo estos párrafos, he recordado algo que me sucedió a mí.

Un día estaba especialmente agobiado en casa. Continuamente tenía que hacerme cargo de mis hijas, y no había manera de ponerme a lo que me interesaba en ese momento, que era escribir. Desde hacía algunos días se había ido apoderando de mí la sensación de que estaba dejando escapar la vida sin hacer aquellas cosas que me parecían de verdad importantes, pues permanentemente me veía enredado en mil y una faenas familiares. Entonces aproveché un hueco para rezar vísperas –sana costumbre que, por desgracia, no he mantenido con la constancia que sería de desear-, y me topé con que el salmo de aquel día decía lo siguiente:
Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.

Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!

La herencia que da el Señor son los hijos;
su salario, el fruto del vientre:
son saetas en manos de un guerrero
los hijos de la juventud.

Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado cuando litigue
con su adversario en la plaza.

Hasta entonces nunca había visto conexión entre la primera y la segunda parte. Por un lado se hablaba de confiar en Dios para sacar adelante nuestras empresas, pero por otra se hacía referencia a la paternidad. En ese momento todo cobró sentido. Yo estaba preocupado por realizar ciertas cosas, “construir”, “hacer, hacer, hacer” y Dios me decía que no me cegara con aquello, que si me ponía en sus manos las cosas saldrían como era debido, y si no, serían en vano. En vez de necesitar lanzarme a la conquista, él me entregaba directamente los tesoros, y el más valioso de todos: mis hijas. Ellas eran mis saetas, las flechas de mi combate, mi auténtica “dicha”.

El escritor corre el peligro de sumergirse en “su mundo” y dar la espalda al verdadero mundo. A menudo se estremece más ante la expresión certera o el sufrimiento de uno de sus personajes, que por el dolor real de las personas que conviven con él. Por ello, si no quiere perderse, debe “reubicarse” de vez en cuando.

Cuando los niños ven la televisión, están absolutamente abstraídos. Poco importa lo que suceda a su alrededor. No oyen, no ven, no sienten nada que sea ajeno a la pantalla. El único modo efectivo de recabar su atención es pulsar el “off” en el mando. Entonces se produce en ellos como un despertar, molesto quizás, pero efectivo.

Igual sucede a menudo al escritor. Inmerso en su obra, todo lo que lo distraiga de ella le parece un acto de piratería; si se le reclama para algo distinto, se siente avasallado, importunado.

Por eso conviene no obsesionarse; fijar tiempos y, sobre todo, establecer prioridades. Estas no pueden fijarse más que en función de nuestros prójimos (es decir, “próximos”).

martes, 1 de junio de 2010

La muerte más profunda


Scott Hahn es un apologista cristiano que vivió una dura conversión desde el calvinismo al catolicismo. En uno de sus libros titulado “Lo primero es el amor”, realiza una exégesis del episodio bíblico que narra el pecado original. En concreto analiza el siguiente texto:

Plantó luego el Señor Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo el Señor brotar en él toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la ciencia del bien y del mal… Tomó, pues, el Señor Dios al hombre, y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase, y le dio este mandato: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que comas de él, morirás».


A Hahn le llaman la atención dos cosas:

La primera es que Dios encargue a Adán “guardar” el jardín. Es la misma palabra hebrea que alude a lo que hacían los sacerdotes israelitas, “guardar” el santuario y protegerlo de la profanación. Es decir, apartarlo, retirarlo, ponerlo a salvo de cualquier intromisión.

Todo apunta a que “algo” de afuera podría entrar y hacer peligrar el Edén. Y, efectivamente, ese “algo” era un “alguien”, un ser maligno caracterizado como una serpiente.

La segunda cosa llamativa es la advertencia que Dios le hace: “el día que comas de él, morirás”. ¿Murió Adán el día en que mordió la manzana? Ciertamente no. ¿Se trata de un “día” genérico, de una expresión que se refiere a su transformación en ser mortal? Tampoco exactamente.

La clave está en la deficiente traducción del término hebreo original. En español cuando queremos emplear un superlativo añadimos el sufijo ísimo. Algo puede estar rico o riquísimo, ser grande o grandísimo. Pero el hebreo lo que hace es utilizar una repetición: un manjar está rico rico, o la cordillera es grande grande. Así, cuando Dios contempló su creación vio que era “muy buena”, pero en hebreo dice literalmente “buena buena”.

¿Y a dónde vamos a parar con todo esto? Se preguntará el lector paciente que ha llegado hasta aquí. Pues resulta que en realidad la amenaza de Dios lo que afirma es que si comen del fruto prohibido “morir morirán”. Es un superlativo. No es la muerte, sino una muerte en grado máximo, algo así como “morirísmo”.

Así se entiende mejor la trampa dialéctica en que les mete la serpiente:


Pero la serpiente, la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera el Señor Dios, dijo a la mujer: «¿Con que os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?» Y respondió la mujer a la serpiente: «Del fruto de los árboles comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: `No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir´». Y dijo la serpiente a la mujer: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal». Vio pues la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar la sabiduría, y tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéndose los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se ciñeron unos ceñidores.


Está claro que la serpiente busca el engaño. Primero afirma que Dios les ha prohibido comer de cualquier árbol. Eva reconoce que ya están comiendo de ellos, que el vedado es el del medio del paraíso. Luego Eva le explica la advertencia divina, si tan siquiera lo tocan puede que “morir mueran”, que sufran la muerte superlativa. Pero el reptil vuelve a jugar con las palabras, y le dice “no moriréis”: la muerte simple, carnal, animal, inmediata. Y la tontaina de Eva que ha cometido el enorme error de entrar en diálogo con una víbora (con la más astuta), no llevando nada a ganar, acaba por perderlo todo. Detrás, como no podía ser menos, va Adán, que puestos a que le dicen que hay buffet libre, decide que antes reventar que quede. Y así sucumben a la muerte más aniquiladora. Hasta entonces la corpórea era transitoria, ahora se han precipitado al abismo. Han puesto más fe en la serpiente que en Dios. Tendrá que venir una mujer que se fíe de Dios y proclame un “hágase en mí según tu palabra”, para que lo que estaba torcido se enderece; y comience, de ese modo, la historia más grande jamás imaginada.

Obras son amores


En cierta ocasión dos discípulos de Juan el Bautista se acercaron a Jesús y preguntaron si era él el Mesías. Jesús tenía muy fácil la respuesta: “sí, soy yo”. Pero en vez de contestar así, comenzó a dar cuenta de sus actos. Les mostró cómo curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos y anunciaba la buena noticia a los pobres. Sus obras, más que sus palabras, lo avalaban.

A menudo escuchamos alocuciones, reflexiones, declaraciones, en las que personas de cierta notoriedad nos predican grandes ideales: la paz, la solidaridad, el arrojo, la cultura... Sin embargo cuando contrastamos esos discursos con sus vidas venimos a reparar en la falsedad que albergan. El actor o la cantante “solidarios” se harán unas fotos con un grupo de niños desamparados en un país remoto, para acto seguido, protagonizar el enésimo divorcio (con el consecuente impacto en sus propios hijos), mostrar su lujosa mansión, o posar para una revista VIP con el último grito en joyería. También el político combativo defenderá la primacía de la enseñanza pública, mientras lleva a sus hijos a un colegio elitista; el interés general, cuando se enriquece de forma desvergonzada; o la igualdad y la democracia, a la par que sanciona leyes que le otorgan un estatus privilegiado.

Normalmente la persona que de verdad vive la virtud no alardea, sino que calla y hace. Es más, siente que “hace poco”. Y si se decide a llamar al orden, no es para erigirse sobre los demás o “hacerse el bueno”, sino para corregir una situación injusta y procurar que el otro sea más.

Conviene que vivamos con las antenas desplegadas, y que cuando escuchemos a alguien sentar cátedra, nos paremos a ver si sus actos se corresponden con aquello que predica o, por el contrario, es un embaucador sin escrúpulos.

Echa un vistazo a esto... con humor

Preguntas sin respuesta


- Papá, ¿y mataron a muchos niños?

- ¡Oh, sí, ya lo creo! Cientos, miles, millones. Había clínicas que se dedicaban sólo a eso.

- Debió ser terrible.

- Bueno, claro. Lo fue.

- ¿Y tú que hiciste?

- ¿Yo? Eso era cosa de los políticos.

- Pero la gente acudía a aquellos sitios para que mataran a sus hijos, ¿no? Eso quiere decir que todos sabían dónde estaban, quiénes iban, qué pasaba.

- Imagino.

- Papá, ¿imaginas o lo sabes?

- Lo sé.

- Entonces contéstame, por favor. ¿Tú qué hiciste?

- Estaba ocupado con otras cosas.

- ¿Qué cosas?

- Ahora no recuerdo.

- ¿Y todos aquellos niños?

- ¿Cómo iba a poder yo salvarlos?

- A todos no, pero al menos a uno. ¿Salvaste a uno?
Papá, ¿por qué te callas? Anda, mírame por favor. ¿He hecho algo malo, papá? Es sólo que no entiendo; de verdad. ¿Cómo pudo pasar aquello? Explícamelo otra vez.