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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

domingo, 6 de junio de 2010

El "egoísmo" del escritor


Estos días he estado leyendo un libro de José Luis Olaizola titulado Más allá de la muerte. El país sin descubrir. En el mismo, entrevista a distintas personalidades para tratar de aflorar el sentido de sus vidas. Una de ellas es José María Gironella, autor, entre otros, del famoso libro Los cipreses creen en Dios. En el transcurso de la conversación que mantienen, el entrevistado confiesa en presencia de su mujer, que por su culpa no han tenido hijos, pues tuvieron la oportunidad de adoptar a una niña cuando estuvieron en Vietnam durante la guerra que asoló dicho país, pero él se negó.
Uno de los días que estábamos visitando un puesto de vanguardia nos propusieron a Magda y a mí que adoptáramos a una niña, bebé, que estaba allí en su camita blanca, inmóvil, con los ojos oblicuos, abiertos, y que habían encontrado ilesa en un campo de minas. La habían rescatado de la muerte y no tenía a nadie en el mundo. «Vosotros no tenéis hijos –nos dijo el capitán médico-. ¿Por qué no la adoptáis? ¿Por qué no os la lleváis, en el helicóptero que vendrá a buscaros, a Saigón, y luego a España?» La niña tendría un año como mucho. La reacción de Magda fue inmediata: «Nos la llevamos.» Pero la mía no fue menos fulgurante: «No nos la llevamos.» Fue una reacción brutal, egoísta, cobarde, Magda se quedó atónita… ¡Cuántas veces me he arrepentido de aquella torpe decisión! –insiste dolorido-. Ahora tendríamos una niña con nosotros…

Su mujer aclara que ya no sería tan niña, pues rondaría los veinticinco años. Y Gironella continúa:
Cierto. Sería una hermosa muchacha, quizá hubiera estudiado medicina, que tan bien nos vendría ahora a ambos camino de la ancianidad. Pero yo en aquellos años todo lo sacrificaba a lo que entendía que era mi vocación de escritor, que requería por encima de todo libertad. Toda la libertad del mundo para escribir y todo lo que pudiera entorpecerlo lo apartaba de mi camino. ¡Cuántas cosas he sacrificado por preservar esa teórica libertad!

Leyendo estos párrafos, he recordado algo que me sucedió a mí.

Un día estaba especialmente agobiado en casa. Continuamente tenía que hacerme cargo de mis hijas, y no había manera de ponerme a lo que me interesaba en ese momento, que era escribir. Desde hacía algunos días se había ido apoderando de mí la sensación de que estaba dejando escapar la vida sin hacer aquellas cosas que me parecían de verdad importantes, pues permanentemente me veía enredado en mil y una faenas familiares. Entonces aproveché un hueco para rezar vísperas –sana costumbre que, por desgracia, no he mantenido con la constancia que sería de desear-, y me topé con que el salmo de aquel día decía lo siguiente:
Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.

Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!

La herencia que da el Señor son los hijos;
su salario, el fruto del vientre:
son saetas en manos de un guerrero
los hijos de la juventud.

Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado cuando litigue
con su adversario en la plaza.

Hasta entonces nunca había visto conexión entre la primera y la segunda parte. Por un lado se hablaba de confiar en Dios para sacar adelante nuestras empresas, pero por otra se hacía referencia a la paternidad. En ese momento todo cobró sentido. Yo estaba preocupado por realizar ciertas cosas, “construir”, “hacer, hacer, hacer” y Dios me decía que no me cegara con aquello, que si me ponía en sus manos las cosas saldrían como era debido, y si no, serían en vano. En vez de necesitar lanzarme a la conquista, él me entregaba directamente los tesoros, y el más valioso de todos: mis hijas. Ellas eran mis saetas, las flechas de mi combate, mi auténtica “dicha”.

El escritor corre el peligro de sumergirse en “su mundo” y dar la espalda al verdadero mundo. A menudo se estremece más ante la expresión certera o el sufrimiento de uno de sus personajes, que por el dolor real de las personas que conviven con él. Por ello, si no quiere perderse, debe “reubicarse” de vez en cuando.

Cuando los niños ven la televisión, están absolutamente abstraídos. Poco importa lo que suceda a su alrededor. No oyen, no ven, no sienten nada que sea ajeno a la pantalla. El único modo efectivo de recabar su atención es pulsar el “off” en el mando. Entonces se produce en ellos como un despertar, molesto quizás, pero efectivo.

Igual sucede a menudo al escritor. Inmerso en su obra, todo lo que lo distraiga de ella le parece un acto de piratería; si se le reclama para algo distinto, se siente avasallado, importunado.

Por eso conviene no obsesionarse; fijar tiempos y, sobre todo, establecer prioridades. Estas no pueden fijarse más que en función de nuestros prójimos (es decir, “próximos”).

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