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BITÁCORA DE RAFAEL HIDALGO

martes, 21 de marzo de 2017

Carta a Fernando Savater



Estimado don Fernando:


Me incomodó, lo reconozco. No porque difiriera de una opinión mía o me sintiera personalmente herido, nada más lejos de la realidad, sino porque aquella reflexión me pareció un recurso banal, una justificación pobre, vacua, falsaria, claramente inferior a las exposiciones del resto del libro (en tantos aspectos magnífico). Disculpe mi sinceridad, pero es así.

"Cuando logra sobreponerse a la desesperación -escribía usted en Las preguntas de la vida-, el ser humano constata que no menos cierto que va a morir es que ahora está vivo. Si la muerte consiste en no ser ni estar de ningún modo en ninguna parte, todos hemos derrotado ya a la muerte una vez, la decisiva. ¿Cómo? Naciendo. No habrá muerte eterna para nosotros, puesto que estamos ya vivos, aún vivos. Y la certeza gloriosa de nuestra vida no podrá ser borrada ni obnubilada por la certeza de la muerte. De modo que tenemos derecho a preguntar, como en el libro sagrado: “Muerte, ¿dónde está tu victoria?” Podrá la muerte un día impedir que sigamos viviendo, nunca que ahora estemos vivos ni que hayamos ya vivido. Puede convertir en ceniza nuestro cuerpo, nuestros amores y nuestras obras, pero no la presencia real de nuestra vida. ¿Por qué debería la muerte futura restar importancia a la vida, cuando la vida presente se ha impuesto ya a la oscura muerte eterna? ¿Por qué debería contar más para nosotros la muerte en que no somos que la vida que somos? Cada cual puede repetir, con el poeta Lautréamont: «No conozco otra gracia que la de haber nacido. Un espíritu imparcial la encuentra completa»”.

Olvidaba, don Fernando, que sólo muere lo que ha estado vivo (o quien ha estado vivo), no una entelequia o un posible inexistente, y que precisamente el drama de la muerte consiste en la privación de algo tan valioso como la existencia real. Vivir es proyectar, querer ser más, arrojarse hacia el futuro, pero esa posibilidad de futuro es lo que sesga el hecho de muerte; ahí radica el drama. No hay drama en quien nunca llegó a ser.

Además, usted dejaba de lado un elemento capital, a saber, la privación de aquellos a quienes queremos. Somos nuestros amores, y el arrebatamiento de éstos supone nuestra mutilación. Tal vez una implosión vital que nos desfigure hasta el punto de hacernos irreconocibles para nosotros mismos.

Vivir es una victoria, desde luego, pero vivir para qué si nuestra vida pierde sentido, se vuelve insustancial, vacía. ¿Qué victoria hay en ahogarse en el absurdo?

A propósito de la pérdida de su esposa Lolita escribía don Julián Marías:

"Desde aquel día me dominó, hasta físicamente, una opresión insuperable; no podía respirar. Se habían borrado los colores, la significación de las formas. (...) 
El tiempo sigue. El tiempo, no propiamente la vida, la mía había terminado (...).
Alguna vez se me ocurría, como una mala tentación, la sospecha de que pudiera vivir un tiempo considerable, algunos años, y la perspectiva me parecía aterradora. (...)
Sentía que mi casa no lo era propiamente, era la suya, y se me había vuelto, a la vez, lejana e irrenunciable...
Lo más atroz que me pasaba es que quería menos a todas las personas queridas. Cuando me di cuenta me pareció aterrador; y lo entendí muy bien: quería con la mitad de mí mismo, con una mutilación radical que alcanzaba lo más hondo de la persona".

Sé que usted entiende muy bien esta confesión de Marías. Lamentablemente, y lo digo sintiéndolo de corazón, no le es ajena. El pasado 18 de marzo escribía usted en El País:

"Hace tiempo que las cosas de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba: sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos, crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego adquieren insipidez y amargura de ceniza. Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años".

La victoria sobre la muerte no está en "haber vivido", sino en "seguir viviendo uno mismo", y en ese "uno mismo" se implica necesariamente a los otros a quienes amamos. Se nos hace impensable que hayan quedado aniquilados, que no podamos hablar con ellos, aunque sea con el pensamiento, contar con ellos, proyectar junto a ellos, mirar con sus ojos. De alguna forma están en nosotros, pero no confundiéndose con nosotros mismos, pues no se trata de un acto de narcisismo sino todo lo contrario, de altruismo, de gravitación en torno al otro.

Y ahora viene lo bueno, pues no escribo para recriminar y menos en una cuestión como esta, sino para algo bien distinto. Estamos hechos a la medida de la perdurabilidad; de la esperanza contra toda amenaza de acabamiento. Tenemos hambre de eternidad. Decía Aristóteles que la naturaleza no hace nada en vano. ¿Y si la naturaleza obedece a un propósito superior? ¿Y si esa rebelión que sentimos ante la muerte no es sino la constatación de que, efectivamente, estamos aquí para algo más que asomar y desaparecer?

Hubo alguien que dijo "a quien mucho ama, mucho se le perdonará". Tropezamos, caemos, andamos desorientados, pero tal vez ese individuo que dijo no hablar en su nombre sino en el de alguien que le enviaba tenga la respuesta. Lo que sucede es que para escucharla tenemos que volver a ser como niños y hacernos pequeñitos, pues la puerta es estrecha, como la de las tiendas de Imaginarium, y la única forma de entrar es agacharse y gatear. Se lo digo porque yo todavía ando dándome cabezazos. He intentado muchas veces pasar de pie y tengo la frente llena de chichones (y lo que te rondaré, morena). Consejos vendo para mí no tengo.

No lo entretengo más. Le deseo de corazón lo mejor del mundo.

Con afecto y admiración le envío un gran abrazo desde Zaragoza, donde tiene su casa.

Rafael Hidalgo


domingo, 12 de marzo de 2017

Me han secuestrado (Galdós, ¡culpable!)



Entro en éxtasis (valga el oxímoron). Estoy en otro mundo tan vivo y verdadero como éste. Llevo unos meses leyendo la primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós y he llegado a la conclusión de que novelar después de don Benito es enredar. ¿Para qué escribir cuando alguien ha llegado a la cumbre?
Con veinte años los leí por primera vez y todavía recuerdo cómo me iba escondiendo por los rincones de la casa para que no me llamaran la atención por mi adicción a aquella obra. Madre, no era estreñimiento, no, que era la lectura lo que me tenía encerrado en el baño.
Qué descripción de personajes, qué viveza, qué exposición de sus luchas y debilidades, de sus cambios en función de circunstancias y vivencias.
No me resisto a transcribir un fragmento del Episodio titulado "Juan Martín el Empecinado". En el mismo un cura fiero y sanguinario llamado mosén Antón, que lidera una partida de guerrilleros, cuenta al protagonista la celebración de la última misa que dijo en el pueblo antes de echarse al monte. No tiene desperdicio:
"Estalló la guerra. El día en que llegó a Botorrita la noticia de los sucesos del Dos de Mayo, me puse furioso, me volví salvaje. Salí a la calle, y entrando en casa de un vecino empecé a dar gritos, por lo cual me llevaron en triunfo... ¡Ay, qué día! Compré un trabuco y me ocupé en disparar tiros al aire, diciendo: 'Ya cayó un francés... allá va otro...'. Pasó un mes, y un domingo del mes de Junio yo estaba en la sacristía vistiéndome para salir a la misa mayor, cuando el sacristán me dijo que acababa de entrar en el pueblo D. Juan Martín Díez, a quien yo conocía, con una partida de gente armada para defender la patria... Me entró tal temblor, tal desasosiego, que empecé la misa sin saber lo que hacía... el latín se me atravesaba en la boca y me equivocaba a cada instante. Como el monaguillo me advirtiera mis equivocaciones, le di un bofetón delante de los fieles.
»Dicho el Evangelio subí al púlpito para predicar a punto que muchos hombres de la partida de Juan Martín entraban en la iglesia. Mi plan era hablar del Espíritu Santo; pero no me acordaba de lo que había pensado y dije a los botorritanos: 'Hijos míos, San Juan Crisóstomo en el capítulo veinte y nueve escribe que Napoleón es un tunante... Sed buenos, no cometáis pecado. Napoleo precitus est. No se debe robar, porque el demonio os llevará al infierno, así como Napoleón se ha llevado a Francia a nuestro rey... ¿Quiénes son esos valientes macabeos que entran en el templo de Dios, armados de guerreros trabucos, cual los hijos de Asmoneo? Benditos sean los soldados que vienen con su tren de escopetas y navajas, como Matatías, cuando marchó contra Antíoco Epifano. ¿Y quién es aquel belicoso Josué que ahora entra por la puertecilla de las Ánimas? ¿Quién puede ser sino el santo varón de Castrillo de Duero, que va a Gabaón en su jaca negra, para vencer a Adonisedec rey de Jebús? Celebremos con cánticos la caída de las murallas de Jericó, al son de los bélicos cuernos y de las retumbantes castañuelas'.
»Y en este estilo, seguí ensartando disparates. Yo no sabía lo que predicaba. El pueblo y los guerrilleros se volvieron locos y con sus patadas y gritos atronaron la iglesia. Seguí mi misa... ¡Ay!, cuando consumí no supe lo que hice: no respondo de haber tratado con miramiento al santo cuerpo y a la santa sangre de Nuestro Señor... El cáliz se me volcó. Durante el lavatorio, el monaguillo entusiasmado se puso a dar brincos delante del altar... Yo no cabía en mí y los pies se me levantaban del suelo. Todo cuanto tocaba ardía, y hasta dentro de mí creí sentir las llamas de un volcán. Cuando me volví al pueblo para decir Dominus vobiscum, alcé los brazos y grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!... Juan Martín subiendo precipitadamente al presbiterio me abrazó, y yo por primera y única vez en mi vida me eché a llorar. El pueblo aplaudía, llorando también.
»Un momento después, yo había ensillado mi caballo y seguía la partida de Juan Martín".

jueves, 2 de marzo de 2017

Oscurantistas y jueces

A menudo se nos presenta la Edad Media como un tiempo oscurantista e ignorante donde el fanatismo ahogaba cualquier atisbo de conocimiento. Edad Oscura, llamó Petrarca al periodo que media entre la caída de Roma y el año mil. Luego esta visión sombría se extendió hasta las puertas del propio Renacimiento. Todo era penumbra, miedo, acechanza.

Y en el centro de ese tiempo tenebroso una institución cobra protagonismo, y con él culpabilidad, la Iglesia Católica. Ella es la responsable del atraso, de la persecución de las ideas y de la ciencia, la defensora de los opresores frente a los oprimidos, la maestra de la mentira. Al menos desde la Ilustración hasta nuestros días estas ideas se ha ido afirmando con fuerza hasta el punto de ser un lugar común que no necesita justificación.

Es verdad que la Iglesia tuvo poder, y donde hay poder menudean los abusos (para ver eso no hay que irse a la Edad Media), pero ¿cómo ha llegado hasta nosotros la cultura clásica? ¿Quién escribía letra a letra (o más bien dibujaba) los libros con textos griegos y romanos dedicando las horas del “labora” a tan ardua faena? Seguramente elfos de los bosques ocultos a la mirada pérfida de los religiosos, no hay otra explicación.

“Es inútil decir que todos los problemas de la Europa moderna, tal como los sentimos hoy, se forman en el Medievo: de la democracia comunal a la economía bancaria, de las monarquías nacionales a la ciudad, de las nuevas tecnologías a las revueltas de los pobres: el Medievo es nuestra infancia a la que debemos volver para hacer la anamnesia”. Esto escribía Umberto Eco hace ya algunos años, pero seguramente hablaba desde su ignorancia. Qué sabía él de la terrorífica Edad Media. Si nosotros le contáramos…

Somos afortunados. Nos hallamos en la cresta de la ola, libres de prejuicios, o casi, porque todavía quedan atisbos de mojigatería por sofocar. No tememos a la verdad, si es que ésta existe, porque la verdad en el fondo es el imperio nuestra voluntad. Cualquier cosa que le pone freno es tiránica, fascista, sectaria, la naturaleza mismo lo puede ser... Además, disponemos de la generación mejor preparada de la Historia. ¿Quién ha podido presumir de algo así?

Desde nuestra superioridad moral juzgamos la Historia y emitimos condenas. ¡Incluso sancionamos mediante leyes lo que hicieron nuestros antepasados! Memoria histórica, lo llaman, consistente en borrar cualquier rastro que no concuerde con el discurso dominante. No es algo nuevo, pero sí desagradable.

Pero en fin, en nuestro tiempo creemos en la ciencia, esa que está por encima de todas las cosas y pone fin a las discusiones. Hoy leía una entrevista a Ernesto Cardenal en la que decía que “las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no”. Vaya, qué curioso. En realidad la ciencia vive en una división interna continua, pues indagar supone estar dispuesto a cuestionar y eso hace que los científicos a menudo anden a la gresca entre ellos, pero eso no importa frente a un dogma, y el de nuestro tiempo es que ciencia progresa indefinidamente, como lo demuestra la multiplicación de artilugios. Es el triunfo de la técnica (espectacular, reconozcámoslo).

Pero algo escapa; queda fuera un no sé qué inquietante. No acabamos de estar satisfechos. A cada nuevo aparatito siempre nos parece que nos falta algo. ¿Qué será?

¿Y si el ser humano es algo más que un homo habilis? ¿Y si más allá de manejar maquinitas necesitáramos saber quiénes somos, para qué estamos aquí, qué sentido tiene todo esto?

Olvidémoslo. ¡La ciencia! ¡Que hable la ciencia! ¡Fuera prejucios! De acuerdo, que hable la ciencia:

La ciencia dice que desde el momento de la concepción hay una nueva vida, singular, única, de la misma especie que sus progenitores (esto no es una verdad de fe, ni un artículo religioso, ni fruto de la revelación, es pura y simple biología). Conclusión: provocar un aborto a una mujer es matar a un individuo de la especie humana, es decir, a una persona, sea en la semana uno de gestación o al noveno mes. Que matar a un inocente pueda ser visto como un derecho escapa al ámbito de la biología, no el hecho de en qué momento hay una nueva vida. Pero llamemos a las cosas por su nombre.

La ciencia dice que los hombres pertenecemos a una especie sexuada (como todos los mamíferos, dicho sea de paso), con dos sexos, hombre y mujer, y eso significa que existe una polaridad, una tensión y una mutua referencia estimulante, lo cual no sólo abarca el plano biológico, sino también el psicológico, el social, etcétera. Conclusión: No hay un tercer sexo, ni un cuarto, ni un duodécimo, ni una persona asexuada.

La ciencia constata que la naturaleza funciona con notable coherencia. No pone cerebros de oso en cuerpos de golondrinas ni sesos de hombres en cuerpos de mujer. Suena muy cartesiano eso del cuerpo por un lado y el alma por el otro, pero no es muy científico. Lo que sí puede haber es una afectividad alterada por múltiples razones (en casos extremos, incluso anatómicas). La realidad es compleja, y la humana más; no somos una ecuación. El recto sentido moral –aquí ya pasamos a otro plano- nos dice que debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros, con respeto. Cada uno hacemos nuestra vida apechugando con nuestras deficiencias y como mejor sabemos, ninguno somos perfecto (por lo visto don Perfecto se murió). De hecho, el gran reto humano consiste, precisamente, en llegar a ser más desde nuestra circunstancia particular, con nuestros talentos y nuestras deficiencias.

Dicho lo cual, no se puede poner como modelo lo que es una deficiencia o una anomalía. Una persona puede nacer sin ojos y tendrá que encarar su vida de la mejor forma posible, quizá incluso con una brillantez que lo haga superior, pero no es legítimo que se dedique al proselitismo de la ceguera animando a la gente a extirparse los ojos.


Lo dejo aquí. Sólo lanzo al aire una par de preguntas para que cada cual se las conteste a sí mismo: ¿realmente nuestro tiempo está tan libre de prejuicios como afirma? ¿Somos dignos jueces de la Historia?